Homero vendía poemas en las esquinas
de Acrópolis, a veinte y a veinticinco centavos; odas y sonetos, a
treinta y cinco los versos de despedida. Hacía descuentos a
solitarios y tristes pero jamás a los enamorados.
Puntualmente a las seis de la tarde,
Homero guardaba sus versos en un bolsillo del alma y sus monedas en
una bolsita que llevaba colgada al cinto, las que iban marcando el
ritmo tintineante al compás de sus regresos del mundo. Entonces
peregrinaba al suburbio haciendo recuento de suspiros y blasfemias, e
inventariaba palabras gastadas para guardar en su cofre de olvidos.
Un día bajó del Olimpo el mismísimo
Zeus, pasó delante del poeta y al oír sus versos no pudo contener
la emoción. Sacó un billete de mil exigiendo el cambio por veinte
odas de amor y un poema triste.
Homero le dijo- “No se aceptan
billetes”, y el dios echó a reír a carcajadas tan potentes que
entro en erupción el “Thera” y el “Santorini” al mismo
tiempo, acto seguido le dijo al poeta- ven conmigo al Olimpo y te
haré un semi-dios, convertiré tus palabras en oro al veinticinco
por ciento mas los descuentos del editor- Acto seguido sacó un
ábaco de cristales y comenzó a calcular los beneficios.
Calculó el tanto por ciento, la raíz
cuadrada, la copa redonda y la hipotenusa elevada a la enésima
potencia. Una y otra vez repasó orgulloso sus cuentas buscando la
convertibilidad cotizada en rupias, en dracmas y en denarios.
El padre de los dioses tardo tanto
tiempo en hacer sus cuentas, que no se percató de que Homero se
alejaba silbando bajito al son del tintineante vaivén de su bolsa de
centavos, mientras caminaba haciendo su acostumbrado inventario de
palabras gastadas para guardar en su cofre de olvidos.
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