La primera vez que me llamaron “roto” fuera de Chile, fue
hace muchos años en Bolivia en algún pueblo cerca de Pando. Estábamos en un
guitarreo con algunos colegas, de pronto uno de ellos algo perjudicado por el
alcohol me pregunta- ¿Si sos “camba” por que no sos ordinario? Le respondo- no
soy camba, soy chileno. El tipo exclama-
ah, sos “roto” Algo desconcertado buceé en mi memoria tratando de colocar en
algún sitio esa palabra tan conocida y tan manoseada en mi patria.
El roto en Chile solía ser el hombre del pueblo, el hombre
humilde. El termino “roto” viene a cuento de su vestimenta rasgada, llena de
parches y los señores bautizaron a este personaje al igual que al “Huaso” (del
quechua- grosero) con nombres despectivos presuponiendo la inferioridad de los
pobres como gente mal vestida y ordinaria.
Existe en Santiago un monumento al roto chileno que se ganó
un nombre por su bravura, peleando en el desierto y regándolo con su sangre en
una guerra económica cuyos beneficios jamás serían para el, sin embargo la
historia omite episodios oscuros tales como el enrolamiento a traición de
vagabundos, las comilonas que organizaban para invitar a los rotos, los que
luego se despertaban de su borrachera a bordo de un barco y yendo a pelear al
norte contra su voluntad.
Supe por boca de mi padre que un tío-abuelo suyo fue uno de
esos rotos que fue y volvió, solo recordaba uno de los apellidos que incluí en
un personaje de ficción de un relato que escribí.
Desde el momento que me dijeron “roto” supe que me quedaría
con ese nombre grabado con un cuño de hierro en mi corazón, sin orgullo ni
vergüenza, tan solo como un destino soberbio y fatalista que me liga a esa
angosta y larga franja de tierra llamada Chile y a la historia de su gente
humilde y valerosa.
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