La noche perdía su mayoría absoluta y
su in-disoluta arrogancia mientras yo bebía a los sorbos un poco de
prisa untada en mantequilla y domingo.
Pasó un desfile de barbas en remojo
entre la boca de urna y la boca del metro, en tanto se persignaban
las viejas glorias. Los curas se daban de hostias, los militares
lustraban en el entrecejo y los viejos aullaban en lenguas
vernáculas.
Me fui por las calles eternas buscando
las señas que me dijeran por donde seguir dibujando el domingo y sus
consecuencias, desde Finisterra hasta Irún, de Andalucía a Girona.
Pasé la vista por la ciudad silenciosa
que sonreía ibérica asesinando un jamón cuchilla en mano. Hundí
mi cara en la ribera del Duero para apagar la sed contenida en mil
gargantas resecas y me dispuse a esperar la bendición de las horas
malditas que daba un viejo y añejo reloj de pared, que sentenciaba
insolente al pasado inclemente con un sonoro: ¡Tic.. tac, tic...tac,
tic...tac!
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