El niño pasó flotando sobre cien mil
ciudades invisibles para llenarse los ojos y las manos de viento, de
calles y de castillos, de días y noches entre el andén y la ruta.
Pasó ligero escribiendo latidos en su
corazón como bitácora, devorando los mapas entre las nubes y
anotando concienzudamente cada calle y cada suspiro.
El niño pasó veloz como el viento
atrapando los nombres que dicta el camino.
Se fue anotando las prioridades del
alma, pasando lista a sus sueños y masticando cien despedidas.
Dando sus tramites por cumplidos; sacó
una lagrima blanca y la enjugó en el Mediterráneo antes de volver a
extender sus alas y levantar el vuelo.
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