Volví a quedar sin aliento, sin rumbo
y sin norte buscando los cinco mil dedos que señalaran por donde
seguir. Oí una voz que me dijo- “Bendice a los animales y a los
niños”- y vislumbré una boca con una lengua de celuloide larga
como la esperanza de los pobres.
Era la noche del séptimo día y estaba
oscuro y silencioso cuando pasé escarbando entre los restos de la
creación, llevando por lazarillos a una rana y a un búho.
Seguí a tientas la dirección de mi
tristeza intentando hilvanar en mi memoria las últimas palabras que
me dijiste, o tal ves las que hubiese querido que me dijeras.
Me fui masticando respuestas sin
preguntas y mascullando los nombres que me enseñaste a bendecir y a
maldecir en tanto algunas lagrimas sin rostro lloraban al difunto de
turno.
¿Quien pudiera saber las palabras
correctas que me sacaran de allí?
¿Quien pudiera tocarle el culo a la
muerte y salir huyendo con una sonrisa?
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