Pasó silbando Vincenzo di Torino,
Cargaba en sus ojos azules la alforja de Marco Polo y el báculo de
Viracocha mientras pasaba buscando el sur para escapar del invierno.
Lo vi detenerse frente a mi puesto de
batalla para contarme sonriendo sus pasos por este mundo redondo.
Me habló como si reconociera en mi a
un caminante, de esos que van por ahí juntando tesoros virtuales que
no cotizan en bolsa.
Vincenzo me pidió un cigarrillo, y al
tiempo que lo iba liando, sacó de su cofre invisible recuerdos
multicolores y multilingües contados en esperanto un medio día de
invierno.
Cual prestidigitador sacó una aurora
boreal suspirada en la punta de Escocia mientras buscaba el pañuelo
perdido de Williams Wallace, después un temblor de frío exhalado en
gaelico a las puertas de York a finales de enero. Sacó un puñado de
arena robada al desierto y un poema de despedida aprendido en francés
en la biblioteca de Alejandría. Después se marchó a Finisterre a
esperar una ráfaga de viento que lo llevara al otro lado del mundo,
para buscar entre sus sueños la sombra de Kukulkan y abrazar
finalmente la tierra en toda su redondez.
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