No se si fue el tercero, el cuarto o el
quinto ángel radiactivo el que tocó su trompeta, el caso es que
alguien derramó su copa de veneno sobre Chernóbil. Entonces la
incompetencia del hombre condenó a la tierra por mil años a la
inmundicia del circonio, del dióxido de uranio y del carburo de
boro. Seiscientos mil envidiaron entonces la suerte de Hiroshima y
Nagazaki, seiscientos mil lamentos fueron encerrados en un sarcófago
de silencio para encapsular y esperar la maduración de sus pústulas
sin la esperanza de un juicio final.
Hay quienes dicen haber oído aullar a
los lobos radiactivos entre los restos de la ciudad maldita, los días
impares en que la luna parece llorar la suerte de los desamparados
del mundo y de Chernóbil