Dedico estas palabras a una querida
amiga que me indicó el rostro y el verbo de una poetiza casi
olvidada en una; larga, estrecha e ingrata faja de tierra, y a Stella
Díaz Varín, que me enseño que nadie es poeta en su tierra.
No se si sería muy tarde cuando desde
este lado del mundo escuché tu grito perforándome los olvidos, las
indiferencias y todas las maldiciones disponibles.
Busqué en un viejo baúl de
ingratitudes en donde se guardan palabras gastadas para rescatar un
nombre.
Entonces Minerva tenía el pelo rojo y
una voz como el trueno, solía salir por la tierra los días de furia
a arrojar piedras a Goliat para después naufragar en brazos de
Ulises en uno o dos vasos de vino.
Sabía llorar a carcajadas y reír
hasta el llanto, sabía escupir a los cielos y encontrar las/
impertinencias pertinentes que tanto hacen falta para buscar las
palabras que nunca se encuentran.
No se si sería muy tarde cuando
alguien me dijo de hacer inventario de tristezas, de rabietas agudas
y de los dones previsibles que esconden las angustias eternas.
Entonces los versos rodaban por las
cunetas de los suburbios a intervalos irregulares e impuntuales a
cambio de una cerveza. Sabían al desparpajo de cagarse en el mundo
con una elegancia altiva y atávica que sobrecoge y espanta.
No se si ya es tarde para matar al
silencio que cubre de polvo los suspiros y las antologías, para
salir por ahí a pedir cuentas y preguntar a los gritos si acaso los
dioses orbitan gigantes rojas.
¿Acaso los cúmulos siderales escupen
poemas como gritos cuando paren estrellas?
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