Anoche bajó la muerte por el carrer
del Micalet en donde suelo vender soplidos de viento.
Alguien que no conocía se bebió la
noche y se durmió para siempre en un banco de piedra contando quien
sabe cuantas miserias.
Cuando llegó el nuevo día, curiosos y
policías hacían preguntas. Tomaron declaración al duende de verde,
al monstruo de tres cabezas y a un viejo que contaba palomas en una
plaza cercana. Después se hicieron conjeturas, y los de la
prefectura revisaron impúdicamente las posesiones del occiso en el
momento preciso en que tañían las campanas desafinadas de casi
todas las catedrales del mundo.
Anoche la soledad se fue a dormir en un
banco, y cubierta en un paño blanco partió de mañana entre partes
y formularios, entre la firma de un juez y algún que otro
funcionario, entre las miradas curiosas de los turistas que sin pudor
fotografiaban los restos de algún antiguo dolor que había bajado
por última vez por el carrer del Micalet. Tras lo cual cerré mi
caja de flautas y desandé el camino de vuelta a mi casa en Hamelín.
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