Ayer bajaron los duendes para darme de
palos mientras cruzaba la tarde en mi bicicleta. Reían con sus
pequeños garrotes vociferando imperceptibles y oscuros conjuros.
Para cuando acabaron conmigo, las hadas pasaron contando mis pasos
que regresaban a casa arrastrando un siglo de penosa existencia por
centímetro cuadrado.
Después lo de siempre, la vieja recua
de ogros martillando mi cabeza y los estertores acostumbrados, una
poción de compresas frías y naranjas recién exprimidas sacadas de
un “Vademecun” de hojas amarillentas, y un caldo de gallina que
me dejara mi madre hace tanto tiempo sobre la mesa de luz, por si
llegara a necesitarlo.
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