Entonces tuve que pasar a tientas, a gatas en la oscuridad
en algo que parecía una habitación de ciegos. No había interruptores inútiles ni
bombillas, grité sus nombres uno a uno para recibir el eco del silencio, tan
solo pude oír el ruido de las botellas vacías, sentí sus respiraciones y el ruido
de sus gargantas bebiendo para ensancharme la sed y continué manoteando el aire
en el templo maldito.
De pronto se encendió la luz de un cigarrillo, entonces pude
ver por una fracción de segundo el caos y la confusión. Aquí y allá una mano acariciando, una boca
mordiendo y un pie marcando un ritmo descompasado, lagrimas brotando sin que
nadie las viera y una ventana abierta para lanzarse al vacío y seguir muriendo
de sed hasta la eternidad.
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